Las últimas pruebas Aprender arrojaron resultados preocupantes: los desempeños empeoraron respecto de las tomas anteriores, y se agrandaron las diferencias de entre los estudiantes de mayores y menores ingresos. La noticia, aunque triste y preocupante, tiene poco de sorpresivo. Cualquier persona que se dedique a la educación, que tenga hijos o que se detenga a pensar en la situación podría haber notado que los últimos dos años han sido sumamente difíciles para la escolaridad de los chicos y que eso tendría consecuencias evidentes y graves en los aprendizajes. Consecuencias que se trasladan a los resultados de las pruebas Aprender pero que no se limitan a ellos: mayor ausentismo, desconexión de trayectorias escolares, problemas emocionales y sociales derivados del aislamiento y de la pérdida de conexión, en general, con el dispositivo escolar.
Cuando una mira el panorama, pareciera haber un instinto muy natural al desaliento. Un desánimo que se ve por la calle, que se lee en los medios y que surge en conversaciones cotidianas. Tendemos a mirar esto con ojos de tragedia, a preocuparnos porque la Argentina está teniendo resultados educativos muy por debajo de lo que uno quisiera que sucediera. Porque en cada análisis surgen malas noticias, noticias devastadoras.
Pero yo no creo que estemos ante una tragedia. Creo que esto es, ciertamente, un drama. Pero al contrario de las tragedias que terminan irremediablemente mal, en los dramas las cosas tristes suceden, pero quienes participamos de la historia tenemos la posibilidad de buscar otros desenlaces. ¿Pero cómo?
Es fundamental poner el tema en agenda y acordar su importancia primordial no solamente por los derechos actuales de los niños de esta generación, sino por el derecho de toda la Argentina de tener una posibilidad de futuro, de desarrollo y de una ciudadanía digna, que únicamente son posibles con educación de calidad.
Para ello, debemos acordar puntos claves que deben ser respetados a capa y espada por todos los actores del sistema educativo. Los niños, niñas y adolescentes deben estar todos los días en el aula y es impostergable redoblar los esfuerzos por seguir buscando a quienes en estos años se desvincularon de las escuelas y acompañarlos para que al regresar puedan encontrar espacios, docentes y compañeros inclusivos, comprensivos y flexibles. No pueden volver a la misma escuela que dejaron. Debemos crecer junto con ellos y adaptarnos: volver a convertir la escuela en un espacio significativo y útil para los adolescentes.
Debemos seguir revisando lo que enseñamos, en función de lo que cada estudiante necesita aprender. Incluso si eso implica (sobre todo porque eso implica) dejar de correr atrás del reloj curricular. Reemplazar el “qué deberían aprender este año” por el “qué debemos asegurar que sepan en su vida”. Cuando los trayectos preestablecidos no representan la realidad, la necesidad de flexibilizar y personalizar los planes de aprendizaje se vuelve imperante.
Hay que brindar apoyo a quienes se encuentran trabajando por reducir la brecha educativa: escuchar sus propuestas, permitir flexibilidad curricular, favorecer la personalización de la enseñanza y garantizar las condiciones materiales.
La situación es grave y seria, y puede tener consecuencias todavía más graves. Sin embargo el final no está escrito, sino que demanda de la acción colectiva de todos nosotros para que podamos poner todas nuestras energías a disposición de un resultado diferente. Celebro que tengamos información que nos permita analizar, conversar, consensuar los próximos pasos.
Que el panorama desafiante despierte nuestro sentido de la urgencia. Que la urgencia se acompañe por un incansable sentido de posibilidad. Si no creemos que las cosas puedan mejorar, ¿qué hacemos educando? ¿No es, acaso, eso mismo la educación? Encontrar siempre la manera de acompañar desarrollos y construir presentes y futuros más felices.
Verónica Cipriota, Directora Ejecutiva de Enseñá por Argentina
Commentaires