Unos días antes del 8 de marzo nos enteramos que una joven fue abusada sexualmente por 6 varones, a plena luz del día, en un lugar transitado.
Y qué dolor. Qué dolor, qué bronca, qué impotencia. Porque nos siguen matando, nos siguen violentando. Porque es perverso: tantos discursos que cambian y tantas prácticas que se perpetúan. Este año hubo un femicidio cada 26 horas. Este año mataron a 55 mujeres en poco más de dos meses.
Cada una de esas muertes nos moviliza, nos empuja a la acción colectiva. No queremos más silencios. Queremos incomodar lo que ya no funciona, queremos que se transforme lo que por momentos pareciera que nunca va a cambiar. En medio tanta angustia, nos queda la lucha.
Este año por primera vez los medios de comunicación dieron a conocer primero el nombre de los violadores y no el de la víctima. Es un paso y también una muestra de que desde todos los ámbitos se puede hacer algo para dar respuesta a la violencia de género. Al conocerse su identidad, otras mujeres los reconocieron y denunciaron abusos previos. Una de ellas habló de una situación que tuvo lugar durante el trayecto escolar. ¿Hubiera sido distinto con la ESI en funcionamiento? Probablemente no sea suficiente. Necesitamos construir otra cultura, otra manera de vincularnos. Eso se desaprende y se aprende. La escuela es un lugar fundamental para disparar estas transformaciones.
Frente al dolor y la angustia transformados en estadística, frente a la injusticia y la impunidad que parecen no tener fin, la escuela puede y debe ser contracultura. Contra la cultura que mata a las mujeres por ser mujeres; contra la cultura que encubre femicidas por ser varones; contra la cultura cómplice de un sistema que se viene perpetuando desde hace siglos; contra la educación machista que permea todos los niveles de nuestra sociedad.
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